PALABRA
DE MAESTRO
NO ME
REGALEN EL AÑO
Fare Suárez Sarmiento
Contrario a lo que podría
pensarse, los padres de familia han alzado la voz para rechazar el inminente
regalo del año escolar. Tal vez, nos hallemos frente a sinceros sentimientos de
pudor y razonamientos justicieros que han acercado a las familias a la
comprensión del apagón pedagógico que propició la migración de los niños y
jóvenes. Los padres han admitido que la escuela no les debe ni está obligada a
la promoción de grado per se, no obstante, los obstáculos y otras realidades
que han limitado el acceso a los saberes académicos. La vejez de la escuela no
ha podido colocarse en línea con la TICnizaciòn impuesta porque –entre otras
razones- las tics han permanecido ninguneadas del monopolio curricular al lado
de educación ética y en valores humanos, educación artìstica, educación
religiosa, educación física recreación y deportes, cátedra de la paz, ciencias
económicas y ciencias políticas.
Hoy, esa acentuada ticsfobia está cobrando con creces la exclusión y ha estimulado un vórtice de remordimientos que ha instado a la escuela a ver la educación como es, incluso como podría ser, no como fue. No podemos esconder que nuestras ideas, imaginación creativa y voces propositivas han quedado coaguladas del sinnúmero de inyecciones de miedo que en fuertes dosis descargan sobre nosotros los medios masivos de información debido a la pandemia.
De igual manera, la escuela ha optado por deferir sus acciones a los mandatos oficiales sin someterlos a un examen pedagógico para probarles a los gobernantes que la ruina social de los usuarios de la escuela se erige como la rémora silenciosa que históricamente ha ocultado las condiciones de esta parte de Colombia que no vive, sino subsiste en el tiempo detenido. Quizás ahí radica la culpa de la escuela, guardar silencio y ayudar a pintar el cielo a sabiendas de que los maestros no manejan bien los rodillos. Tal circunstancia entrega razón para aceptar la sugerencia, o mejor, cumplir con la orden de promover a todos los estudiantes sin que medie la responsabilidad en el cumplimiento de los deberes escolares. En realidad la escuela tiene que debatir los argumentos que habrá de esgrimir para salir bien librada del linchamiento social que se avecina.
El ausentismo total en los encuentros y la no entrega de las guías de aprendizaje diligenciadas y resueltas enturbian la noble y loable decisión de evitar la desaprobación del año escolar de muchos alumnos. Se tiene noticia que entre el quince y veinticinco por ciento oscila el número de estudiantes que ha desaparecido del mapa virtual. De otra parte, han rodado videos de madres que muestran su desacuerdo por la prevista decisión, aduciendo que la escuela no debe premiar a quien no ha mostrado interés por continuar con su proceso de aprendizaje; ello implicaría castigar a los niños y jóvenes quienes de la mano de los padres y adultos en el hogar han mostrado disciplina académica y responsabilidad. Los buenos estudiantes esperan que sus esfuerzos y dedicación lleguen a ser feraces, como también claman justicia para que la pereza e importaculismo de los otros sean castigados.
Aunque este es el sentir y pensar sembrado en la escuela desde la naturalización del individualismo competitivo; ese que reconoce y exalta que por cada primer puesto habrá treinta y nueve hundidos en la frustración. A pesar de las posiciones encontradas frente a la promoción sin condición, vale la pena tender sobre el tapete de la discusión el hecho de los niños y jóvenes desheredados de la historia, cuyos padres se resisten a cumplir con los mandatos de la escuela, bien sea por crasa incapacidad económica o por resentimiento social, en cuyo caso, son aquellas familias que esperan que la escuela le resuelva sus problemas académicos y hasta les llenen los vacíos en la nevera.
Ya se ha dicho que la escuela no es una pista de competencia, lo que promueve no es aplaudir ni destacar quién es el primero, ni mucho menos, apostarle al determinismo académico con los que vienen detrás; claro que no, ese efecto Pigmalión tan cotidiano en el quehacer pedagógico, tendrá que pasar al paredón reflexivo durante la construcción de la “escuela de la esperanza” que vendrá sostenida en el pico del ave Fénix. Ojalá que sí.
Hoy, esa acentuada ticsfobia está cobrando con creces la exclusión y ha estimulado un vórtice de remordimientos que ha instado a la escuela a ver la educación como es, incluso como podría ser, no como fue. No podemos esconder que nuestras ideas, imaginación creativa y voces propositivas han quedado coaguladas del sinnúmero de inyecciones de miedo que en fuertes dosis descargan sobre nosotros los medios masivos de información debido a la pandemia.
De igual manera, la escuela ha optado por deferir sus acciones a los mandatos oficiales sin someterlos a un examen pedagógico para probarles a los gobernantes que la ruina social de los usuarios de la escuela se erige como la rémora silenciosa que históricamente ha ocultado las condiciones de esta parte de Colombia que no vive, sino subsiste en el tiempo detenido. Quizás ahí radica la culpa de la escuela, guardar silencio y ayudar a pintar el cielo a sabiendas de que los maestros no manejan bien los rodillos. Tal circunstancia entrega razón para aceptar la sugerencia, o mejor, cumplir con la orden de promover a todos los estudiantes sin que medie la responsabilidad en el cumplimiento de los deberes escolares. En realidad la escuela tiene que debatir los argumentos que habrá de esgrimir para salir bien librada del linchamiento social que se avecina.
El ausentismo total en los encuentros y la no entrega de las guías de aprendizaje diligenciadas y resueltas enturbian la noble y loable decisión de evitar la desaprobación del año escolar de muchos alumnos. Se tiene noticia que entre el quince y veinticinco por ciento oscila el número de estudiantes que ha desaparecido del mapa virtual. De otra parte, han rodado videos de madres que muestran su desacuerdo por la prevista decisión, aduciendo que la escuela no debe premiar a quien no ha mostrado interés por continuar con su proceso de aprendizaje; ello implicaría castigar a los niños y jóvenes quienes de la mano de los padres y adultos en el hogar han mostrado disciplina académica y responsabilidad. Los buenos estudiantes esperan que sus esfuerzos y dedicación lleguen a ser feraces, como también claman justicia para que la pereza e importaculismo de los otros sean castigados.
Aunque este es el sentir y pensar sembrado en la escuela desde la naturalización del individualismo competitivo; ese que reconoce y exalta que por cada primer puesto habrá treinta y nueve hundidos en la frustración. A pesar de las posiciones encontradas frente a la promoción sin condición, vale la pena tender sobre el tapete de la discusión el hecho de los niños y jóvenes desheredados de la historia, cuyos padres se resisten a cumplir con los mandatos de la escuela, bien sea por crasa incapacidad económica o por resentimiento social, en cuyo caso, son aquellas familias que esperan que la escuela le resuelva sus problemas académicos y hasta les llenen los vacíos en la nevera.
Ya se ha dicho que la escuela no es una pista de competencia, lo que promueve no es aplaudir ni destacar quién es el primero, ni mucho menos, apostarle al determinismo académico con los que vienen detrás; claro que no, ese efecto Pigmalión tan cotidiano en el quehacer pedagógico, tendrá que pasar al paredón reflexivo durante la construcción de la “escuela de la esperanza” que vendrá sostenida en el pico del ave Fénix. Ojalá que sí.